ORIENTACIONES EDUCATIVAS
Los padres representan la fuente de seguridad para sus hijos, el modelo a seguir, la base sobre la que ellos construyen su identidad en función de cómo se sienten mirados, tratados y valorados.
El ambiente familiar ejerce una influencia determinante en el niño. Como padres podemos contribuir a mejorar su evolución adoptando actitudes positivas hacia los hijos y poniendo en práctica actuaciones que faciliten la convivencia familiar. Hay que tener en cuenta que para su bienestar los niños requieren las dosis adecuadas de cariño, cuidado y disciplina.
Algunas recomendaciones para lograr una autoridad positiva y un buen clima en el hogar:
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Rodear al niño de un entorno afectivo, disciplinado, sereno y estructurado, con unas normas claras y bien definidas, de modo que el niño sepa qué es exactamente lo que se espera de él. Si el entorno es estresante, las normas cambiantes, si los gritos son frecuentes, el niño se siente inseguro, se excita y descontrola más fácilmente.
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Una exigencia adaptada a sus posibilidades. No podemos exigir, por ejemplo, un grado de quietud durante un tiempo prolongado, decir “no” a todo, o abordar muchos frentes a la vez.
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Dar ejemplo con nuestra actitud. Los niños aprenden más de lo que ven que de lo que les decimos. Si no hay coherencia entre nuestras palabras y los hechos, no tendremos autoridad moral. No podemos, por ejemplo, pedir a nuestro hijo que no pegue, insulte, tire las cosas…si nosotros también lo hacemos cuando perdemos el control. Debemos ofrecerles un modelo adecuado al que imitar a través del manejo de nuestras propias emociones.
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Es fundamental la unidad de criterios entre ambos progenitores. Uno y otro deben apoyarse y ser respetuosos con las decisiones tomadas y en ningún caso desautorizar a la pareja delante del niño. Las normas han de ser coherentes y estables, no estar en función del día o de nuestro estado de ánimo.
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Los límites deben ser puestos en el momento adecuado, no cuando los padres ya estamos hartos y hemos perdido el control emocional. A veces es difícil no perder la calma, es lo normal cuando se intenta educar todos los días, pero lo que deja huella en el niño no es lo que se hace alguna vez, sino lo que se hace habitualmente. Cuando perdemos los estribos no estamos mostrando autoridad al niño, cada vez hay que gritar más para que nos haga caso y, además, de la ira podemos pasar fácilmente a la descalificación, las amenazas irracionales o el castigo físico.
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Es mejor actuar en lugar de repetir las cosas machaconamente. Una vez que el niño sabe lo que tiene que hacer y no lo hace, actuamos consecuentemente: sin alzar la voz, ni discutir, ni sermonear, le conducimos para que lo haga, le retiramos nuestra atención hasta que realice lo acordado, o le avisamos de la consecuencia de no cumplirlo. No son más eficaces los sermones, las amenazas verbales continuadas, los reproches y las discusiones permanentes.
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Las instrucciones y respuestas verbales de los adultos han de ser breves, precisas y concretas. No vale decir “sé bueno”, “pórtate bien” o “come bien”. Hay que darle instrucciones concretas acerca del comportamiento que esperamos de él en cada momento.
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Alentarle a hacer cosas solo y permitirle tomar pequeñas decisiones. Si se siente independiente en muchas áreas es más probable que acate las normas obligatorias.
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Decir “no”, solo cuando sea necesario. Si hay demasiados límites el niño no acepta ninguno. Hay que ofrecer alternativas al “no” y tener presente que el “sí”, si que se puede negociar (en qué condiciones, cuanto tiempo…). Antes de actuar hay que parase a reflexionar y estar seguros de que nos mantendremos firmes en nuestra decisión, ya que la primera regla de oro a respetar es que el “no”, es innegociable.
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Es fundamental cumplir siempre las promesas y amenazas, de otro modo, El niño aprende muy pronto que la palabra de los padres no tiene valor. Cada promesa o amenaza no cumplida es un jirón de autoridad que se queda por el camino. Para poderlas cumplir deben ser meditadas, realistas y fáciles de aplicar.
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Conviene establecer hábitos regulares, es decir, horarios estables de comida, sueño, televisión u ordenador, hacer las tareas escolares, etc. Si el niño se acostumbra a la misma rutina, la interiorizará más fácilmente, y ganará en confianza y seguridad.
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Es esencial que los adultos adopten un enfoque positivo en sus relaciones con el niño. En lugar de insistir en lo perturbador que resulta su comportamiento, son más aconsejables las referencias positivas a las habilidades y éxitos que logra y el refuerzo de las conductas positivas contrarias a las que queremos eliminar.
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Ayudarle a reconocer y expresar verbalmente sus emociones. Cuando está alterado (enfadado, triste, furioso, celoso…), los padres debemos hacer de espejo y altavoz poniendo nombre a lo que siente sin juzgarlo. Así los niños aprenden que la rabia, los celos, el miedo…son normales y aceptables, aunque no lo sea determinado comportamiento. Poco a poco irá aprendiendo a expresar con palabras lo que le ocurre en lugar de “actuar”.
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Enseñarle con nuestra contención a esperar, a calmarse, a reflexionar y hablar de cómo resolver los problemas. Esto le ayuda a encajar las frustraciones y controlar poco a poco la impulsividad.
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“Educar a un niño es como sostener una pastilla de jabón. Si aprietas mucho sale disparada, si la sujetas con indecisión se te escurre entre los dedos, una presión suave pero firme la mantiene sujeta”.
Todas estas recomendaciones pueden ser muy válidas para tener una autoridad positiva y mejorar la convivencia familiar o totalmente ineficaces. Todo depende de dos factores que son absolutamente imprescindibles en la relación con los hijos: amor y sentido común.