Hace
un par de meses, cuando acepté una invitación de las
centrales sindicales para participar en un acto por la
coeducación y contra la LOCE, no podía imaginar siquiera
hasta qué punto una convocatoria tan razonable, tan
inocente, iba a llegar a afectarme. Porque cuando entré en
el salón de actos del Instituto Cardenal Cisneros de
Madrid, yo era una escritora de cuarenta y tres años, tan
independiente, tan habituada a hablar en público y tan
segura de sí misma como ustedes pueden pensar que soy
mientras ahora. Pero cuando salí, salió conmigo una niña
desaliñada y torpe, ignorante de casi todo, fea en un
uniforme muy feo de color marrón, un tono parecido al del
puré de lentejas, que asistía todos los días a un colegio
de monjas donde estaba recibiendo una educación pobre y
turbia, abocada a un aprendizaje que no se merecía. Esa niña
era yo, hace treinta años, y sin embargo, yo la había
olvidado. Había olvidado el color de las baldosas de aquel
pasillo que parecía fabricado con mortadela de Bolonia, había
olvidado el tacto áspero de las manos de las madres que sólo
se lavaban con jabón Lagarto, había olvidado la tortura
del bordado talaverano que me hacía suspender una
asignatura llamada “Hogar” casi todos los trimestres,
había olvidado la misa de los viernes con canciones de Joan
Báez y Bob Dylan deformadas por la iniciativa más ñoña
del espíritu posconciliar, había olvidado el mes de María
y todos esos lirios, esas azucenas que se marchitaban entre
mis manos una mañana tras otra, había olvidado los golpes
de la chasca, una especie de castañuela de madera
con la que nos daban en la cabeza cuando nos salíamos de la
fila, había olvidado el miedo que me daban los hábitos
blancos, y los elogios de la delación que escuchaba a
diario, y todas esas funciones de Navidad en las que siempre
me tocaba hacer de árbol, porque yo no era rubia, ni
delgada, ni grácil, ni menuda, como tienen que ser los ángeles
y no digamos ya la Vírgen María. Había olvidado todo eso
como se olvidan los malos tragos, los malos sueños que se
dejan atrás, esos recuerdos desagradables que con el tiempo
se desdibujan, se dulcifican, pierden intensidad e, incluso,
verosimilitud. Había olvidado todo aquello porque un buen día
empezó a parecerme inverosímil, y porque estaba segura de
que nunca encontraría un motivo para recordarlo.
Estaba
equivocada. Aquella tarde, hace sólo dos meses y un instante
antes de que diera comienzo mi intervención en aquel acto, leí
un resumen de los contenidos de la LOCE y mi memoria se retorció
sobre sí misma, se expandió y se contrajo varias veces antes de
llenarse de colores, olores, sabores, sensaciones, sentimientos,
melodías y temores que ya no conocía, y que sin embargo no podía
dejar de reconocer entre los que me pertenecieron algún día. Y
me enfadé, y me indigné, y me puse triste, y tan rabiosa como si
acabaran de volver a suspenderme Gimnasia, que les confesaré, ya
que esta tarde estoy por confesarlo todo, que tampoco ha sido
nunca mi fuerte. Desde entonces, esa niña desaliñada y torpe que
fui una vez está conmigo. Y en su nombre, que es el mío, quiero
hablarles.
En
una sesión parlamentaria que tuvo lugar en algún momento del
Bienio Derechista de la II República Española, el diputado
socialista Fernando de los Ríos se dirigió a la cámara
diciendo: “Señores, en España estamos llegando a un punto en
el que el simple respeto es un valor revolucionario”. La cita
sería mucho más hermosa si ahora mismo, ochenta años después,
no atravesáramos por una situación en la que nos sobran razones
para repetirla. La LOCE, Ley Orgánica de la Caverna Educativa y
grandiosa aportación personal de la ministra Pilar del Castillo a
la Historia Universal de la Reacción, es una de esas razones.
Porque en España, ahora mismo y por mucho que los calendarios
insistan en que vivimos ya en el siglo XXI, el respeto ha vuelto a
ser un valor revolucionario. El respeto a la Constitución, el
respeto a la legalidad, el respeto al consenso, el respeto a los
valores ajenos, el respeto a las instituciones, y a los derechos y
las libertades básicas de los ciudadanos, se han ido debilitando
de tal manera durante el gobierno del Partido Popular que ahora
apenas son más que la cáscara vacía de un concepto prestigioso.
Frente a eso, en el gobierno de este país sobra ignorancia, sobra
arrogancia, sobra manipulación, y chulería, y una práctica política
impropia de una democracia parlamentaria, y nostálgica en cambio
de los modos y las maneras del totalitarismo. La Ley Orgánica de
la Caverna Educativa es uno de los productos mejor acabados de una
estrategia que roza la promoción de la barbarie.
La
escuela pública, mixta, laica, gratuita, obligatoria, igualitaria
y de calidad –de calidad, sí, de calidad verdadera- es el
primer peldaño de la civilización. Por eso, al ir contra la LOCE,
al defender el laicismo, al defender la coeducación, al oponernos
a la implantación de los itinerarios pedagógicos precoces, al
denunciar los manejos ilegales, miserables, arbitrarios y ruines
de las juntas de escolarización, que discriminan a las escuelas públicas
para favorecer a las concertadas, estamos haciendo mucho más que
combatir una ley concreta, mucho más que discutir los
injustificables privilegios de la Conferencia Episcopal -esa misma
que ampara a los curas pederastas y cobija a los maltratadores
bajo el paraguas ideológico de un argumento tan inmoral como la
criminalidad de los anticonceptivos, es decir, la criminalidad de
la libertad-, mucho más que emprender una simple acción política.
Estamos defendiendo la civilización, la única definición
posible del término “civilización” que conserva su vigencia
a estas alturas de la historia de la Humanidad. Y hace falta que
se sepa, que se entere todo el mundo, que consigamos superar las
barreras de desinformación sistemática tras las que se proteje
esta ministra, tras las que se proteje este gobierno.
Nosotros
no tenemos el poder, pero tenemos la razón. Y la razón importa,
la razón pesa, la razón duele o reconforta, la razón
compromete. Y ese compromiso no se puede negociar, el nombre de la
razón sólo puede pronunciarse de una manera. Por eso, creo que
no debemos pedir, no debemos exigir, ni siquiera negociar, sino
afirmar. Porque tenemos la razón, no estamos dispuestos a volver
a la caverna, al espacio húmedo y tenebroso, oscuro y frío,
atemorizado y seco, donde ya ha sucedido la infancia de demasiados
niños, de demasiadas niñas, demasiadas veces, durante demasiados
siglos, en este país nuestro donde el progreso sigue siendo un
milagro frágil y azaroso, y el simple respeto un valor
revolucionario. No vamos a volver a la caverna, porque no tenemos
el poder, pero tenemos la razón y una voluntad feroz para
defenderla. Por eso quiero terminar recordando el color del
uniforme de aquella niña desaliñada y torpe que desde hace algún
tiempo ha vuelto a vivir conmigo. Porque sé que lo que están
pensando ellos, lo que pensaría la ministra del Castillo si
estuviera escuchándome en este momento. No quieres puré, toma
dos cucharas. Pues no. Yo no voy a tomarme dos cucharas, señora
ministra, no me voy a tomar ni siquiera una, porque ya tragué
bastante puré en el color lenteja del jersey y de la falda que
vestí durante demasiado tiempo. Y yo no soy nadie para llamar a
los ciudadanos de este país a la desobediencia civil, pero si
puedo anunciar que estoy determinada a ejercerla. En mi nombre, en
el de mis hijos, y en memoria de aquella niña que recibió una
educación que no se merecía.
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